El mestizo, Don Borrego de la ciudad, el presuntuoso clase
mediero, el peón de la finca de los verdaderos burgueses a los que
admira y los que casi le excitan (la oligarquía); aquel que se las ha
visto de palitos varias veces para llegar a fin de mes pero que, sin
embargo, compra diversas cosas que le aprietan más la billetera ya que
sólo así puede librarse de que la opinión pública se entere que vive
cómodamente más que su vecino (quizás sí, o quizás sólo lo aparente),
quien no es más que su competencia a la hora de ver quién tiene más y
mejores juguetes para adultos, su competencia de estatus, de ciertos
lujos. Ese mestizo que se hace llamar ladino, el mismo que califica a
los demás de “choleros, shumos, mucos,
igualados, putas, huecos”; el que publica en redes sociales donde está
comiendo, defecando o bailando siempre y cuando que el lugar donde se
encuentre sea un lugar elitista, ¡claro que sí!
Aquel mestizo que más de una vez ha publicado en su “feisbuc” alguna foto de un indígena, con intención de chiste o burla por el simple hecho de que es indígena; sí, ese mestizo que se siente bien con su humor y su pedestre utensilio del ignorante racismo. El mismo peón de ciudad que se ríe, burla, critica y menosprecia el acento del castellano del “chato o chino” de la tienda sin darse cuenta de lo patético, estúpido e ignorante de su burla, ya que no es su idioma natal.
El mismo borrego que cree que su identidad la hace vistiendo con ropas de marcas, mismas que muchas veces compra en ofertas y las cuida cual túnicas. Que compra la apariencia comprándose un café de altos precios, café sacado de esta tierra y trabajado por guatemaltecos pero vendido al exterior y regresado por una trasnacional para cobrar mucho a los clientes y pagar poco a los empleados.
Ese mismo que cree que los derechos humanos son babosadas, que hay que matar a todos los cacos con mano dura. Aquel que en las urnas elige esa mano dura inexistente en la actualidad y ya propuesta y fracasada en antaño, el que se aburre con temas sociales como la memoria histórica, argumentado máximas de “profunda sabiduría” tales como: “eso ya paso, dejen el pasado de una vez por todas”. Ese mismo que quiere una dama en la calle pero una leona en la cama, la misma que quiere tener un príncipe azul para servirle la comida, cuidar a sus hijos, y así, ser “una gran mujer”.
El mestizo que niega su ascendencia indígena y fanfarronea de forma casi epiléptica su ascendencia europea, casi siempre falsa. El lambiscón de su jefe, el fanfarrón en el “moll” donde pasea mucho y compra poco, aquel que es incapaz de andar sin localizador un par de horas, pues el aparato lo maneja a él, lo ha idiotizado.
El que se mete coca por la nariz (coca sí, mota no: la coca, según él, le da estatus). El peón que siente una sensación similar al orgasmo cada vez que puede lucirse hablando inglés o mezclar éste con el castellano para formar un acentuado, prepotente, molesto y mal pronunciado “spanglish”. La silueta consumista, alienada, enajenada. El que lleva el estiércol de haber cambiado su autenticidad, pegado a cada una de sus zapatillas de ejecutivo en proceso. A ese mestizo que no extiende la mano, que dice “huevones, pobres, shucos, hippies peludos, huecos, putas” etcétera, por llevar siempre a su amigo inseparable: el prejuicio. Aquel guatemalteco que no sabe ni le interesa el significado de la palabra humanismo, solidaridad y conciencia, lastimosamente, lo veo todos los días por las calles de esta ciudad.
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