Laura dese hace un tiempo es conocida como “La loca de la doce” porque vive en dicha calle de la zona cinco de esta ciudad desde hace años y recientemente ha llevado a cabo una decisión trascendental para su existencia; dejar de tomar los fármacos que le recetaron prácticamente de por vida debido a su diagnosticada patología esquiza. En antaño se había mantenido estable o, al menos, eso denotaba a simple vista. Cabe recalcar que a pesar de la sinrazón que la cobija su mirada no es para nada extraviada; exclama tendencial enojo en paralelo a una especial arrogancia. Mata el tiempo arrastrando los pies en las banquetas vecinas y gritando. A veces grita demasiado, sin parar. Claro, esos gritos no superan algunas exigencias sinsentido o la súplica de una ayuda que no le llega nunca.
Para varios niños todo esto despierta esa crueldad infantil tan peculiarmente honesta. Salen a la calle con una morbosidad por encontrarse con los alaridos de “La loca de la doce”. Para otros vecinos, ya más maduros al menos en las arrugas de sus rostros, es algo aburridamente molesto; porque Laura los aborda violentamente con esos gritos que al final del día mueren de silencio.
Y qué decir de Harry, el hijo de Laura. La pregunta no es retórica, va en serio ¿Qué decir de él? Eso de entregar gas, para ganarse un salario no justamente remunerado, no le resulta tan odioso como escuchar constantemente los chillidos de su madre y percatarse de los gestos de asombro, tedio y humor de cualquier persona que ose transitar por esa calle de una ciudad entera que se pierde en la sinrazón y el miedo. Cierto es que Harry reiteradas veces le suplicó y hasta ordenó que volviera a tomar los medicamentos pero ella no accedió. Es su vida, es su derecho, es su locura. Pero por esta ocasión, de sábado por la tarde, el monótono y reducido repertorio de alaridos cambian un poco y se diversifican al menos por vez primera en mucho tiempo:
- ¡Harry, Harry, ¿por qué tomas tanto guaro si sabés que te hace daño? ¡Harry, Harry, contestame. Harry… –grita y continúa gritando vehementemente…
Harry, que suele apostar, como muchos otros, a esa constante social que es la indiferencia y así ignorar las irritantes exigencias de su madre esta vez se detiene, la mira a los ojos y le responde desde el diafragma: tomo por tu culpa, madre… Un silencio invade aquella patética escena y el muchacho, mientras bebe otro trago de guaro, se da cuenta que por primera vez en mucho tiempo ha gozado, sin culpa alguna, de un profundo silencio por fin proveniente de su madre…